Karl Kraus, tema y lenguaje

Corría el año de 1902 en la Viena imperial. Hugo von Hofmannsthal, un joven de aguda sensibilidad y espíritu lúcido, con veintisiete años entonces, acababa de publicar un texto a manera de epístola fechada en 1603 titulado “Carta de Lord Chandos”. En ella, Lord Chandos, la voz narrativa de Hofmannsthal, manifestaba su definitiva renuncia a la escritura. Hablaba al destinatario, Sir Francis Bacon, de una escisión irreversible entre el lenguaje y la realidad; “las palabras abstractas se me desintegran en la boca como setas mohosas”, escribía. Encontraba términos como “espíritu”, “alma”, “cuerpo”, drenados de significado, ajenos a la vida, a su comprensión de las cosas. El lenguaje había dejado de ser la manera de aprehender el mundo, porque el mundo se situaba en otro plano, ajeno al lingüístico. Los seres y los objetos ya no eran más la llave para entender y hablar el idioma de la naturaleza. No había palabras para el pensamiento subjetivo, lo único que a él le parecía verdadero; el lenguaje se presentaba como un vórtice sin fin ni dirección. El resultado: “He perdido por completo la capacidad para pensar o hablar coherentemente sobre cosa alguna”, escribía lord Chandos.

           Lo que podría tomarse en principio por una crisis creativa, era sin embargo el diagnóstico de la transformación que se gestaba en las entrañas de la sociedad habsbúrgica, el síntoma que anunciaba el principio del fin de una época cuya gloria intelectual sería coronada por las nudosas manos de la decadencia. El malestar formulado con impotencia por Hofmannstahl, fue percibido por las mentes más vivas de principios del siglo xx, en aquel laboratorio de ideas que fue Viena. Esos espíritus brillantes (Freud, Wittgenstein, Broch, Musil, Kraus, Weininger, Mach, Mauthner etc.) se dedicaron a formular valoraciones y a exponer críticas, teorizaban, se enfrentaban, hacían filosofía y literatura: reconstruían Austria-Hungría como un concepto  cuya naturaleza sólo se relacionaba con el imperio por el nombre. Pero quizás nadie de esa época ejerció sus convicciones de manera tan categórica ni dedicó su vida y obra tan tenazmente a criticar la podredumbre de su sociedad como Karl Kraus (1874-1936), el escritor y periodista fundador de la revista Die Fackel [La Antorcha].

Lo que hace significativa la demolición llevada a cabo por Kraus es que identificó el envilecimiento del lenguaje con la crisis moral; supo seguir el curso a contracorriente, desde la consecuencia hasta el origen. Para él era muy claro que la corrupción provenía de la pluma de la prensa folletonista y su simplificación de la lengua, consecuencia de una economía de pensamiento y, en fin, de su imponderable estupidez.

           Daba la impresión de que Kraus, judío de Bohemia, era una presencia ubicua en la capital imperial. No había materia sobre la cual no emitiera juicio, ni aspecto de la moral vienesa sobre el que no arrojara una afilada crítica; causaba polémica con cada número de su revista por la insolencia con que se burlaba de los sucesos que se comentaban en la Neue Frei Presse, el periódico de mayor circulación y su competencia directa. Sin embargo, la diversidad de asuntos en los que se ocupaba eran leña del mismo fardo, partían sustancialmente de un solo problema: la decadencia del lenguaje. El lenguaje en ruinas no hacía sino absorber la cuestión moral.

           Kraus sabía que la formación —la famosa Bildung alemana— no hacía a los hombres mejores, que la sensibilidad  y la integridad no estaban vinculadas a los libros ni a las obras de arte, porque el arte no educa a la masa. El problema era mucho más complejo que unos cuantos libros canónicos y edificantes colmados de preceptiva. No obstante, Kraus reconocía que si los dirigentes definieran su actividad con el pensamiento puesto en Shakespeare, serían capaces de construir la moral que no hacían sino cacarear con una inmejorable ignorancia sobre su verdadero significado. La cultura debía ser el armazón, no la armadura. Comprender a Shakespeare significaba comprender los mecanismos humanos: las leyes debían de ser paráfrasis del pensamiento shakespeariano. Y en realidad esas leyes, osamenta del pensamiento y la voluntad del Estado, carácter de la sociedad a la que regulaba, no hacían sino descubrir los endebles cimientos de ésta y el poco entendimiento de quienes la utilizaban como armadura.

Hofmannsthal había lamentado que las palabras hubieran perdido la virtud de ligarse con la realidad —de ahí que la fecha de la carta fuera el siglo xvii, época en que los signos dejaron de remitir al mundo (Foucault)—. Kraus lamentaba lo contrario: que la estupidez de los que hacían uso de ellas minara la cualidad de permanencia del lenguaje, que redujera su condición de ser —el lenguaje es— a una herramienta que servía para comunicar hechos, y además, banales. El lenguaje se había convertido, gracias a los folletonistas, en algo vulgar, ornamento para satisfacer la vanidad de una multitud cuya preocupación no era otra cosa que el tema. “Si uno parlotea sobre la eternidad, ¿no tendría que ser oído por lo tanto mientras la eternidad dure? De ese sofisma vive el periodismo”, escribe Kraus. “Se amasa pan con migajas.(…) Lo que vive del tema muere de él. Lo que vive en el lenguaje vive con él”. Esta última frase atraviesa la totalidad de su pensamiento, constituye el eje de sus convicciones y está ejecutada en cada uno de sus escritos.

Aunque de la triste pero firme renuncia de Hofmannsthal a la agria embestida de Kraus haya un largo trecho teórico, en cuyo recorrido se encuentran la filosofía neopositivista de Fritz Mauthner, Wittgenstein o de Ernst Mach, la crítica del lenguaje de Walter Benjamin o indirectamente de Hermann Broch, lo que ambos presagiaron fue una erosión que con el paso de las décadas se agudizaría gracias al nazismo y al totalitarismo, y que al final sería tan incuestionable como la caída en desgracia de los rancios principios del humanismo occidental. Las frases hechas de los periodistas de folletín, insertadas sin una reflexión, asimiladas por la colectividad, habían reducido la lengua a un conjunto de fórmulas que se daban por entendidas y que en realidad no significaban nada. Era cuestión de unos pocos años llegar a la propaganda y a la literatura panfletaria; para que ésta comenzara a servir a la ideología reinante. Los carteles nazis y los estalinistas se servían de las mismas consignas como arma de manipulación de masas. En Alemania, cualquier vocablo inscrito en el campo semántico —ideológico— de la “tierra” —“territorio”, “espacio vital”, “patria”, etc.—  es sospechoso, como agua estancada que nadie remueve para que no se alce el lodo que reposa en el fondo. Decía Kraus que se podría vivir con estos folletonistas si no hubieran puesto sus ojos en la inmortalidad, que ellos tenían a la mano lo que no tenían en la cabeza y con esos valores ajenos decoraban su fachada. “Si uno quiere tener decorado el escaparate no llama al lírico. (…) También un decorador puede pasar a la posteridad. Claro que sólo si el lírico le hace un poema”. Así metaforizaba la naturaleza de la prensa de folletín y la de la poesía. El lenguaje de la primera comunicaba algo a otros, era transitivo. En el de la poesía, como Benjamin lo enunció, el lenguaje comunica en sí mismo.

Tras años de guerras, pogroms, gulags, colonizaciones, exilios; tras nuevas corrientes, movimientos, surgimientos y  teorías literarias, al contrario de lo expresado por Adorno, no solamente después de Auschwitz, también después de Stalin, justamente lo único necesario era escribir poesía. Más que nunca.

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