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Leche · Jaime Panqueva

Colombiano nacido en 1973. Desde 1998 reside fuera de su país, vivió en Alemania y España, para finalmente afincarse en México. Ganador del premio nacional Juan Rulfo de primera novela 2009 Conaculta-INBA, publicado en 2011 por Grupo Planeta bajo el nombre de La rosa de la China. Su colección de cuentos El final de los tiempos apareció bajo el sello Nortestación en 2012. Su relato Hamburgo en Miércoles fue ganador del concurso literario del 9° Festival Internacional de Escritores y Literatura en San Miguel de Allende 2014. Fue seleccionado por la Asociación de Escritores de Shanghái para las residencias literarias de ese año. Participó en el 4to encuentro de narrativa de la región centro-occidente en 2016 becado por el estado de Guanajuato. Algunos de sus relatos han sido traducidos al húngaro y francés, así como seleccionados para aparecer en revistas literarias y diarios de Argentina (Gramma), Colombia (El Espectador), Perú (Vallejo & Co.), y México (Antología virtual de minificción mexicana, Internacional microcuentista, Letras Libres, Los Suicidas, UNI-Diversidad, Parteaguas y Cosido a Mano, entre otras). Reside en Irapuato donde publica una columna de opinión semanal en El sol de Irapuato, y en los portales de noticias Zona Franca y Es lo cotidiano. Ha sido tutor de las becas estatales PECDA de Guanajuato y del Seminario de Literatura Jorge Ibargüengoitia. Es miembro fundador de Fomento Cultural Irapuato AC y hace parte del consejo editorial de Argonauta, revista cultural del Bajío.

*Este cuento pertenece al libro El final de los tiempos, editado en 2013 por Ediciones Nortestación

Era de noche y se había terminado la leche. No quedaba nada en el refri y tampoco en el cajón de la alacena donde guardábamos los empaques de tetrabrik. Aunque aquel invierno hacía mucho frío, mis hijos insistían en desayunar cereal. Cualquiera habría decidido salir rápido por un par de litros mientras ellos duermen, con mayor razón si, como yo, odian salir de madrugada a buscarla. Sólo había que ir a la planta baja, cruzar la calle, caminar unos metros y comprarla en la tienda de abarrotes. Nadie se inquietaría por dejarlos solos unos pocos minutos en los brazos de Morfeo, pero yo sí, y la probabilidad de que alguno despertara y me echara en falta me inquietaba. Cuando estuve casado sucedió una vez durante nuestras vacaciones, dejamos dormida a nuestra hija mayor en la habitación mientras fuimos a cenar al restaurante del hotel. Ella tendría unos dos años y medio, y ya una vez conciliado el sueño dormía sin interrupciones hasta el día siguiente. En eso confiábamos mi mujer y yo, hasta que poco antes de los postres una pareja entró al restaurante con Antonia en brazos. La pobre había despertado y salido en piyama del cuarto para buscarnos. Adriana, mi mujer, con lágrimas en los ojos tuvo que aguantar parte del sermón de la pareja salvadora y cargar con la pequeña de regreso a la cama. Yo soporté el resto del regaño mientras pagaba la cuenta y me retiraba con el postre en dos platos. Desde entonces, Antonia desarrolló un complejo de pérdida que tardó algunos años y muchas terapias en diluirse, en parte porque la experiencia no volvió a repetirse, y por otra porque Adriana se convirtió en una madre obsesionada porque su hija estuviera siempre acompañada. La situación mejoró a partir del nacimiento de nuestro segundo hijo, pero tras la muerte de Adriana dos años después yo me apropié de su celo en el cuidado de mis niños. Debía ir por leche a la tienda de la esquina, no esperaría al día siguiente pues añadiría prisas a nuestra salida a la oficina y el colegio. Me puse el abrigo, mi sombrero, y en lo que me envolvía la bufanda revisé a los niños en su cuarto para volver a cobijarlos. Había salido así un par de veces antes, pero nunca después de quedarme viudo. En las contadas ocasiones que salí de noche me aseguré siempre de que una niñera se quedara en casa o por lo menos que una de mis hermanas los acogiera en la suya. Apagué todas las luces del departamento y sólo dejé encendida la de mi cuarto. Tomé la bolsa del mandado que cuelga a la entrada y cerré la puerta sin hacer ruido. Empecé a sudar de camino al elevador. Al cruzar el portal sentí empapados mi cuello y sienes. A paso redoblado llegué a la tienda y, mientras despachaban a una muchacha que había llegado antes, me desembaracé de la bufanda y el sombrero. Pagué a la carrera y volví trotando. Cuando entré en el elevador y me enfrenté contra el espejo de la pared del fondo (no entiendo por qué siguen construyendo elevadores con espejos), tuve la sensación de que algo había cambiado en mí. No eran mis ojeras ni los pelos mal rasurados que asomaban en mi quijada, ni los rastros brillosos de mi transpiración. Sentía que algo andaba mal, que no debía abandonar a mis hijos de esa manera. Si Adriana viviera me lo recriminaría con toda seguridad, como lo hacía al aparecerse cotidianamente en mis sueños después del accidente. Al abrirse la puerta en mi piso, pensé que irrumpiría el humo de mi departamento incendiándose, o quizás otra pareja entraría al elevador llevando a mis hijos de la mano. Revisé mi reloj, mi salida no había tardado más de ocho minutos. Avancé con rapidez por el corredor, de uno de los departamentos cercanos al mío se escuchaba un televisor con algún tipo de noticiero. Pudieron haberse despertado con eso, pensé, pero la puerta de mi hogar se hallaba tan bien cerrada, como la había dejado. Por alguna razón no la abrí de inmediato, posé mi oreja sobre ella como si temiera encontrar a los niños destruyendo la vajilla o pulverizando los controles del Guitar Hero. Nada, la madera de la puerta rezumaba silencio. Recosté mi cabeza contra ella, me reí por un momento de mis temores.

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