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Ya tú sabes, James · Federico Vite

*Este texto pertenece al libro Carne de cañón (Cuadrivio, 2015)
©Todos los derechos reservados

Mi zanca Henry James recomienda buscar una fisonomía femenina para darle refresco a la existencia y lo más lógico, al seguir su consejo, es ponerle fin a mi encierro, porque en la mañana el cuarto se vuelve una lumbrera. Después, sólo basta con esperarlo en la parada del camión, es chofer de El Sabor violeta, un autobús muy chévere, con buenas bocinas, música genial; además, transita por las facultades de la universidad, ahí es donde se agarran las mejores nalgas para cotorrear a gusto. No faltan amigas en el asiento trasero: negras y juguetonas. Lo mejor de todo es que en los urbanos no hay ninguna posibilidad de que Aidé me encuentre; ella viaja en taxi.

       El claxon de El sabor violeta rompe mis pensamientos.

        —Epa, James, ¿qué show?

         —Nada, primito, nada. Súbete que la cabeza caliente no piensa.

         —¿Va bien la chamba?

         —No, parna. Aquí lo único bueno son las cervezas —dice pasando la última lata de su six―. El día está de la chingada ―limpia el sudor de su calva.

       Al primer trago el mundo se vuelve un oasis.

       —¿Y el librito qué dice, Vite? Se me hace que estás tonteando nomás. Ora hacer un libro. Ponte a trabajar, a darle dinero a la nena. Se va ir, cabrón. Las chicas no quieren letras. Ya tú sabes, papi.

       Bebo para no disertar sobre mi novela, pero la vista del James termina por arrancarme unas palabras.

         —Simón, parna. Va tirado, tendido y como que quiere darme alegrías el noveleo.

        Vamos por la Costera. Yo dejo que la brisa me toque. Supongo que visto desde afuera parezco uno de esos perros que viajan en autos de lujo, con la lengua en la ventanilla.

         —Mira, Vite, si jalamos morras no voy a sacar ni lo de la cuenta y está cabrón. La family no tiene varo pues.

       —No se agüite, con una negra que mueve bien el bote se van las penas, ¿qué no, mi James?

     Y en El Sabor violeta suena el reggaeton a todo volumen. La voz de Daddy Yankee atrae los mejores culos, los sacudidores, los que anuncian tardes llenas de sudor ajeno. Estamos en el centro del ligue. Suben muchachas de buen ver. Bebo más para animarme. La cerveza ya está caliente, pero debo fingir que aún sabe deliciosa. Una mujer grandota de cabello largo y chino me sonríe. Vas, Vite, vas, pienso. Así que le invito un trago levantando la lata.

           —Te tardaste, mi loco —dice y se acomoda junto a mí.

           Noto que sus nalgas cubren por completo el asiento. La imagino desnuda, con sus piernas de caballo encima de mis hombros. Su sexo debe oler agrio, fuerte. Divina la negra.

       —¿Te avientas un rol conmigo?

       —Si me invitas una caguama sí, loco ―responde la diosa.

       Sus dientes grandes aparecen por primera vez; los labios gruesos, rojos, de verdad que emocionan a cualquiera. No creo que nadie aguante quince minutos dándole duro a esa boquita sucia y majestuosa.

       —Vamos pues, loca —propongo sonriendo.

      Al decir eso me acuerdo de Aidé. Ella no tiene los labios así, tampoco es aventada; siempre, cautelosa.

     El Sabor violeta lleva menos de la mitad del recorrido y yo me siento con ánimo de pasar a la tienda de Vilma, ella le fía a James, pero aún faltaba un tramo largo para eso.

       —¿Y tú qué haces? —grita porque la música aumenta.

       De pronto creo que el ruido de las bocinas sale de mi verga, como si estuviera ansiosa, hambrienta de esta reina que domina el arte de ligar.

     —Soy escritor —digo con fuerza.

       Ella ríe. La veo coqueta; más bien, puta. Supongo que a la segunda cerveza esta mujer es una puerta bien abierta.

     —Entonces escríbeme algo —abre la boca diciendo algo y simplemente me dejó abanicar por la solvencia lujuriosa de sus pestañas.

     —Dame un beso, primero.

     Los labios de la negra conquistan los míos.

     James me ve por el retrovisor. Cuando pone esa cara de la estás cagando es justo cuando me gusta alguien. Así ha pasado con otras diosas, pero este camarada de pronto se pone serio.

           —Invítame una pues, loco.

           Hago señas a James; me entiende a medias, eso creo, porque mueve la cabeza de un lado a otro. Me levanto y le digo en la oreja que se pare en la tienda. No quiere.

         —¿Te abres, parna?

         —Pendejo, es la hermana del Bari.

         Un escalofrío es un relámpago en la columna vertebral, eso comprendo al oír nombrado al Bari. Ese tipo se las gasta: ha matado a unos quince cabrones; siempre trae pistola y es dueño de varios camiones de esta ruta. El hijo de puta tiene poder, dinero y, por si fuera poco, su hermana está buenísima.

       —¡Verga! Pero la negra quiere, Jamesito.

       —Pero ni moverle, Vite.

       Regreso a mi asiento, esta vez con miedo; me imagino lleno de agujeros en el pecho.

       —¿Y la caguama, loco?

       No sé qué responderle.

       —Adelante; más allá la compramos.

       Me ve con la certeza de que estoy cagándola.

     —Puto.

     —¿Qué?

       —Eres puto, eso dije

       Se me traba la lengua. Tengo la sensación de que mi estómago es una sartén hirviendo.

     —¿Cómo se te ocurre, pendeja? No mames.

     La negra me clava los ojos. Supongo que así, de esa manera despiadada, ve el Bari a todos los cabrones que mata.

   —Así me gustan, papito, con güevos. Trae la caguama y te llevo a un lugarcito para que me escribas algo en las nalgas.

   Siento mariposas en mi estómago. James vuelve a mover la cabeza, aunque esta vez no quiere ver mi reflejo en el retrovisor. La carne, la maldita carne. El Sabor violeta se detiene para subir más pasaje; yo no tengo opción: desciendo en busca de bebida.

     La niña que atiende la miscelánea pone la boca chueca ante mi petición y señala un letrero: No se humille pidiendo fiado. Regreso al camión sintiéndome un hombre podrido.

     —No quiere fiar, James —confieso pegando la boca al oído de mi parna.

     Arrebato unas monedas de la cajonera del cambió. Ya con dinero en la mano, la chamaca de la tienda sonríe al darme mi pedido. Estoy de vuelta en mi asiento, sin miedo, con lujuria acumulada. Tengo una caguama entre las manos.

     —Sale, coqueta. ¡Bébale! —afirmo sacudiendo la cabeza al ritmo del reggaetón y paso la cerveza. Prefiero no ver a James.

     —Vas bien, loco, vas bien —dice la negra con seguridad y abre un poco las piernas.

Pone su mano en mi pecho: me araña. Bebe despacio la cerveza. No se ve con ánimo de compartir la caguama. Sabe cómo portarse la muy divina.

     —Adelante nos quedamos, loco —dice con firmeza, sujeta el pico de la botella.

     —Simón —respondo y me acerco a James para pedirle chance de bajarnos en la esquina, donde los jardines de la Facultad de Turismo son buenos para consumar encuentros carnales; antes de partir le agandallo unas monedas más.

     —La vas a cagar, Vite, pero tú sabes —lamenta James, pero no hay vuelta de hoja. Veo a la negra retadora, con ganas de darme la cogida de mi vida―. Te veo al rato en la playa para que me cuentes qué tal estuvo el cotorreo ―chocamos los puños y él de nuevo limpia el sudor de su calva blanca.

     Salimos de El sabor violeta. La cantina al frente es de las más pequeñas que hay en el puerto. Tres mesas de plástico y un baño de un metro cuadrado, casi siempre con un hedor poderoso, eso es todo, claro, también hay clientes trasnochados.

     —Aquí tengo un privado, mi loco —susurra y una gota de cerveza resbala por sus labios con la indiferencia de un barco que se aleja. Imagino que mi semen podría caer con la misma lentitud por esa boca.

     —No esperaba menos —digo por decir algo, porque lo único claro es la ansiedad por saborear a esta negra.

     Camina hacia el baño. Con su dedo índice me pide que la siga. Y voy tras los movimientos de su cadera. El baño huele a orines. Ella entrecierra la puerta de madera. Las meseras se dan cuenta de nuestras intenciones. Lo sé, escucho los susurros, las carcajadas.

     —¿Sabes por qué me gustas? —la reto.

       —No.

     —Porque eres como yo.

       Se ríe. Pone la caguama en el lavabo y se acerca con los brazos extendidos para aferrarse a mi espalda. Huelo su cuello. Levanto la blusa: encuentro dos flores carnívoras coronando su pecho.

       —Bájate la bermuda, niño.

       Obedezco. Siento cómo baja su boca por mi torso y se detiene frente a la bragueta de mi bóxer. Oigo que alguien abre la puerta. Descubro a Bari con un palillo entre sus dientes.

     —Así que sí, manita —termina la frase chasqueando la lengua.

   Me tiemblan las piernas, las manos.

     —Enséñame la verga ―ordena escupiendo el mondadientes.

     Obedezco. El Bari me observa. Su hermana se escuda tras él; se empina la caguama.

     —Date una vuelta, muñeco ―noto que este hombre disfruta mandar.

     Pienso en Aidé, en mi novela, en las advertencias de James. Nada de eso sirve ahora. Emparejan la puerta del baño. Me visto. Me sacan a empujones dos tipos. Fuera de la cantina hay un camión estacionado con la música a todo volumen. Subo los escalones. Siento que voy directo a una bóveda o la fosa común más vistosa del cementerio.

     El Bari, ya desnudo, me espera al final del pasillo. Dice que me invitará lo que quiera si me porto bien. Me da la espalda. Tres jóvenes, a unos metros de él, graban con sus celulares la escena.

       —My lover —dice y se pone la pistola en la cabeza—. Métemela, pendejo.

     En cuestión de minutos estaré más tranquilo. No es gran cosa esto. No.

     —Apúrate, pendejo ―ordena afeminando su voz.

     Acato las órdenes. Sé que de hoy en adelante no voy a frecuentar esta ruta. Debo terminar la novela. Estaré mejor después. Estaré mejor después.

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