Gabriela Gutiérrez Almanzar (Mendoza, Argentina, 1991) creció en Yarumal y reside en Bogotá, Colombia. Es economista y magíster en economía de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Pertenece a la novena generación del máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra, Barcelona. Sus textos literarios han aparecido en Revista de Letras (Barcelona), Letralia (Venezuela), antologías de microrrelatos y en la antología Lletraferits publicada por Ediciones la Rana de Guanajuato.Lleva un blog de escritura automática para escribir cuando no se puede respirar: polidrupasempiterna.wordpress.com
Este cuento, Al Coda, lo escribió en Barcelona a finales de 2016.
A Gabriel,
fue por este cuento.
Ocho meses y veintitrés días después aún no ha recuperado la música. Solo quedan los ecos incompletos de lo que fue, la sutil vibración de las teclas negras, porque el Bobby, jazzista absorto en compases que los demás pretenden entender, se llevó todas las blancas. Arrancó cincuenta y dos teclas con un destornillador de pala que no volvió a poner en su sitio y la dejó con notas tensas, paranoicas, que no resuelven, que no concluyen. Solo alteraciones (sostenidos o bemoles, depende de quién mire). Si lo que buscaba era alterarla, el destornillador era suficiente. El destornillador sobre la encimera, junto a la quinua, sobre las gotas de jugo de naranja y al lado la cucharita que no era para el azúcar sino para el café, pero que sabía dulce y estaba decorada con cristales pegajosos, maldita sea, Bobby, es temporada de hormigas, todas las temporadas son temporada de hormigas y por qué el destornillador en la cocina.
Ahora ya no lo soporta más. Ha pasado más de medio año y el silencio la aplasta, siente los tímpanos congestionados y para qué un instrumento que no puede ser tocado porque ya es más mesa que arpegios y ahora sí mira cómo pongo las copas sin portavasos porque si no te importó la cucharita a mí no me importa lo que fue piano, Bob-by. Pero sí le importa, porque la sombra de instrumento es lo único que quisiera conservar de lo que fue y convertirlo en lo que quiere empezar a ser, lo que quiere volver a ser. Así que se ha propuesto recuperarlas. Todas, las cincuenta y dos teclas arrebatadas con vileza, violentadas con egoísmo. Pero no quiere hablar con él, no quiere escucharlo. Ya tuvo suficientes solfeos y escalas jónicas y dóricas y frigias y lo que sea que eso signifique para ti, cariño, porque ni me acuerdo si son cuatro-y-tres o tres-y-cuatro to-nos-se-mi-to-nos, yo toco lo que toco y no te escucho ni me escuchas. Así que lo llama y en vez de hablar reproduce el Prelude in C Sharp del Nat King Cole Trio, que puede llevar el sharp y las teclas negras en el nombre pero en realidad no tiene tantos sostenidos y en realidad no importa porque él va a entender qué es lo que quiere, y cuelga. A los tres minutos, Bobby (que no se llama Bobby pero así le dicen porque sueña tocar como el Timmons) le devuelve la llamada con Memories of you de Art Tatum lo cual es, sin dudarlo, una burla, porque ella nunca llegó a interpretar nada de ese calibre en el piano y eso no podía ser una memory de ella, no way. No es pianista, solo lo usa (usaba) para afinar el saxofón que ahora se enmohece en su estuche porque ya no lo saca, porque la música se fue junto con las teclas blancas. Por eso son tan importantes, porque ya no puede tocar nada. No se atreve a generar una columna de aire que le arranque una nota a su propio instrumento y qué es un saxofón sin saxofonista, si es que todavía es saxofonista, si todavía puede tocar un saxofón. Suerte que no te gustan los vientos porque qué le hubieras arrancado, Bobby, cómo lo hubieras destruido.
Así comienzan a acumular llamadas en las que no se dicen nada pero se oyen escuchar que You took advantage of me —pero no la de la Fitzgerald, la de Tatum, estancados en Tatum— y se responden (incluso tararean cuando no encuentran una versión adecuada de lo que quieren reproducir) con Chick Corea y su King Cockroach, ella a él, y They say falling in love is wonderful, él a ella, seguido de un bufido sarcástico y un torrente de títulos hirientes. No importa el piano ni el pianista, solo una combinación de palabras punzantes que le den un nombre a lo que se reprocha.
Cuando ya está harta arroja todas las partituras a la basura y cubre el rezago de piano con una sábana. Porque para qué un piano que no lo es del todo. Está a punto de llamarlo y canturrearle I surrender, dear —de Monk, porque a él le gusta Monk y porque esa fue la primera partitura que desechó—, pero Bobby, que en realidad se llama Roberto (quizás el apodo sí tiene algo que ver con su nombre más allá de todo esto del piano y la música y el jazz), se adelanta con la big band de Ellington y esta vez sí con la Fitzgerald que le grita por el auricular You must take the A-Train / To go to Sugar Hill way up in Harlem / If you miss the A-Train / You’ll find you missed the quickest way to Harlem. Se encoge de hombros, se pone el abrigo azul que él le regaló y camina hacia la estación a esperar un tren que no la llevará al Harlem real porque no vive en ninguna manzana y menos en la grande. Vive en una ciudad más pequeña, una con más personas que ratas y con un bar subterráneo de dos pisitos en donde caben doce personas pero se meten cuarenta a jam sessions de confusión y horas y pretender que sí, que Harlem, ahí estamos.
En la boca de la estación un hombre sin dientes (faltan tres arriba y dos abajo) se fija en ella y levanta un cartón que permuta abrazos por comida. Ella frunce el ceño e intenta seguir de largo, no tiene comida ni quiere abrazos, no ahora, ni tuyos, Bobby, ni los tuyos, Roberto. Pero el hombre la toma por la muñeca con dedos sucios y sentenciados, y no la suelta, aunque no la aprieta. La taquicardia que le produce ese contacto físico, inesperado y con vibrato, la hace sudar y ya que ni frío tengo y no quiero nada tuyo Bobby, nada, propone el trueque de su abrigo por la bolsa de lona beige estampada que el hombre sostiene frente a ella. Por qué no hacerlo si lo único que en realidad lleva encima es la idea idiota de tomar un tren porque así lo quiere Duke. Por qué no hacerlo, Bobby, si eres tú el que quieres que vaya.
Son más de las once de la noche, va descubierta y está helando. No tomó ningún tren porque el abono se fue en el bolsillo junto con el destornillador y las ganas de buscar a Roberto. Así que regresa a casa. Regresa hipotérmica. Regresa y con cada paso siente el in crescendo de cincuenta y dos huesecillos que se chocan entre sí dentro de la bolsa. No se ha molestado en mirarlas ni contarlas porque sabe qué es lo que lleva. Y lo sabe porque el estampado en la lona es un pentagrama, y lo que está escrito en el pentagrama es My One and Only Love del grandísimo John Coltrane.
Y, por si queda alguna duda, John Coltrane tocaba saxofón.
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