Bitácora
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Bruno Schulz y los mundos desbordados

B. Schulz (1892-1942)

Probablemente a estas alturas ya todos conozcan la nefasta historia de cómo el mundo perdió a uno de sus genios más emotivos, más visionarios, dueño de una prosa iluminada y visceral, desbordada, rica y audaz, hacedor de pasados, de libros imprescindibles, tejedor de una saga familiar e histórica inolvidable.

Ante la insistencia de sus amigos y familiares, Schulz había decidido por fin huir de Polonia con los papeles falsos que un contrabandista le había conseguido. La anécdota es bien conocida: Durante la ocupación alemana en Polonia, Schulz se convirtió en el judío de un nazi que lo adoptó para que  pintara murales en el cuarto de su hijo y en el resto de la casa. Un día en la calle, por venganza, otro nazi le disparó a Schulz, y le dijo al general alemán: «Tú me mataste a mi judío, yo te mato al tuyo».

Dicen que Schulz había terminado ya la primera versión de su obra maestra, El Mesías. Su libro, como su cuerpo, se pudren en alguna fosa común que aún no ha sido encontrada. Quien sabe si su Mesías no aparezca en el momento en que la humanidad ya lo haya olvidado.

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A veces me da la impresión de que Bruno Schulz no fue un hombre de carne y hueso, sino una presencia que sólo existió y permanece aún, impávida y medrosa, entre las hojas de su libro. Schulz se dibuja, se desdibuja y se vuelve a trazar en infinidad de borradores de hojas de papel, la mayoría de las veces, en las imágenes se arrastra de cara al suelo y a los pies de alguna mujer fresca de ropas ligeras, a punto de la humillación y del placer. Tiene Schulz los ojos hundidos, como trinchera en la tierra, hay sombras en su mirada, una vacilación impredecible, una intención que parece a punto de explotar; no mira nunca de frente, la mirada es siempre oblicua, y en ella convergen el servilismo y la sospecha, provoca temor y conmiseración al mismo tiempo; si en la calle le dirigiera a uno la palabra, se lo pensaría mucho antes de contestar cualquier cosa o de alejarse lo más pronto posible. Schulz era uno de esos hombres que pueden vivir en realidades dislocadas con una visión mucho más verdadera que la del común de las personas, rechazaba los espejos porque desconfiaba de ellos, quizás les temía; tal vez fuera ésta la razón de los numerosos autorretratos. En la imagen, Schulz sostiene en las manos lo que parece ser una corona que se dispone a colocar sobre el que lo observa desde afuera de la página, el dibujo se llama Dedicatoria, el primero del Libro de la idolatría. Tras él sobresalen de la sombra los rostros de dos hombres, uno de cara angulosa que lo mira con cierta aprensión, el otro, de cara redonda, lo mira con expectativa, como si Schulz fuera el centro de una escena involuntaria y un tanto resignada. En casi todos sus dibujos aparece él, a veces a la sombra de otros personajes que parecen versiones oscuras y hedonistas de los dibujos de Alicia en el país de las maravillas; casi siempre Schulz se encuentra mirando al suelo o subrepticiamente al observador.

Los relatos de Schulz se complementan con los dibujos, que no son sino otra manifestación autobiográfica, una forma de descubrirse a sí mismo, de hacerse responsable de su propio rostro, de definir sus rasgos y aprenderse a sí mismo de memoria; así es como debo verme. Quién sabe si en realidad Schulz no era un insecto que se pensaba como hombre, o un hombrecillo (“un gnomo minúsculo y macrocefálico”, como lo describía Gombrowicz) que aspira a disminuirse hasta parecer y comportarse como un monstruoso insecto; una hipérbole, una exageración de hombre. Cómo no pensar en Schulz como en el personaje de una novela kafkiana cuando uno comete el desliz poco honroso de investigar su biografía, el relato cuyo sentido es metaforizar una vida sin sentido.

Enfermo, solo, marginado y miserable, Schulz había logrado, a pesar de todo, terminar la que él quería que fuera su obra maestra. La tituló El mesías, y sería la continuación de Las tiendas de color canela. Esa novela giraba en torno a la transposición mítica de los motivos de la cultura judaica, según sus propias palabras. Es difícil no hacer conjeturas sobre las obras fantasma. Sucede que los libros también tienen destinos de los que el escritor no se entera, y otros que el escritor controla desde su concepción.

Maldoror ediciones se ha dado a la tarea de recopilar y editar la obra de Schulz y pueden consultarla en este enlace. Ignoren por favor el terrible diseño y la tipografía (¡Comic sans!) si les es posible y vayan al texto. Si no, ahorren dinerito y compren la hermosa edición de Siruela que recopila lo más importante de Schulz bajo el título de Madurar hacia la infancia.

Los exégetas del Libro dicen que todos los libros sueñan con el auténtico.

La imagen de portada de este post es del artista Daniel Cecelja, por favor vean más de su trabajo en su página web, que está increíble.

0 Comments

  1. «Las tiendas de color canela» es un libro de relatos alucinantes. La historia de Schulz, me recuerda a la de otro escritor enorme: Isaak Bábel.

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